Eramos dos seres solitarios, cada una con sus propias penas y una necesidad en común: cariño. Ella había tenido un mal año, se quedó sin trabajo, terminó con su novio de diez años y las deudas en las tarjetas de crédito crecían día con día. Yo, por otra parte estaba sola, sin un techo bajo el cual dormir y mendigaba sobras para comer.
La ví por primera vez una noche tormentosa, estaba refugiada bajo el techo de la tienda de la esquina, pegándome cada vez más a la pared para evitar empaparme hasta las narices. Pasó a mi lado cabizbaja, me miró sin querer y me percaté de su cara mojada, no por la lluvia sino por lágrimas. Con paso lento me acerqué a su lado para tocar su mano, ella impulsivamente me abrazó, dejando salir con ello las penas que la ahogaban.
Me invitó a acompañarla a su casa, era un pequeño departamento en los suburbios, sin lujos ni extravagancias, pero para alguien como yo, que toda su vida la había pasado en la calle esto era un auténtico palacio. Honestamente no lo esperaba, yo sólo intentaba que se sintiera mejor, que sonriera un poco y quizá viera que lo que sea que le pasaba no podía ser tan grave. Por primera vez en toda mi vida dormí sin pasar frío y al día siguiente comí hasta que mi estómago dijo “no más”.
Con paciencia y cariño, ella hizo desaparecer mis miedos y problemas, dándome lo que más quería en el mundo, un hogar con todo lo que conlleva. Por mi parte, no pude devolverle lo perdido, pero si brindarle amor y compañía incondicional. Desde esa primera noche en que me adoptó hice una promesa, cuando ella estuviera triste, yo estaría ahí para enjugar sus lágrimas, cuando tuviera frío le brindaría calor, cuando necesitara paz me echaría a su lado y cuando se sintiera feliz celebraría con ella.
Y así estos dos seres solitarios encontramos la compañía que tanto anhelábamos, honestamente no sé si su vida sea diferente o mejor conmigo, pero sin duda, ella le dio un nuevo sentido a mi existir.
– Sue FC –
