Después de seis horas de viaje, Mario al fin había llegado a su destino. Un pequeño pueblo al norte de la capital. Le dolía la espalda, el trasero y las piernas, para colmo había llovido la mayor parte del trayecto y seguía preguntándose cómo es que su mujer había logrado convencerlo de tomar esas supuestas vacaciones, no es que tuviera que darle muchas vueltas al asunto, por lo general cuando ella decía algo se hacía. Había aprendido eso después de diez años de matrimonio.
No importaron las excusas que se inventó, que si el dinero, que si el trabajo, que si ella se quedaría sola por los cinco días que durarían las vacaciones, o mejor dicho “el retiro obligatorio”, todos y cada uno de sus pretextos fueron despachados por su esposa. Ella sabía que su esposo estaba pasando por una mala racha y ese viaje lo ayudaría a tener una nueva perspectiva.
Caminó arrastrando los pies hasta la posada donde se hospedaría, suspiró con pesar y entró al establecimiento. La recepcionista era una mujer ancha, de senos generosos, y sonrisa poco amigable, le dio la llave de su habitación y le índico de mala gana donde se encontraba.
Mario se desconcertó un poco por la actitud de la mujer, pero no le dio mucha importancia, supuso que estaría igual de agotada que él. Subió hasta su habitación y después de darse un buen baño con agua caliente se dispuso a dar un paseo por el lugar.
No había mucho que ver, el pequeño pueblo era apenas del tamaño de un vecindario de la capital, las casas y tiendas estaban hechos de madera, calles mal empedradas o de terracería. De pronto se sintió como en una película del viejo oeste. Esperaba ver en cualquier momento un duelo de pistolas. Tras un vistazo rápido localizó la taberna, la única de ese pueblo abandonado, esperaba al menos poder conseguir una buena cerveza.
Cruzó las puertas y se sintió más incómodo que un niño al que la maestra le hace una pregunta cuya respuesta es muy sencilla pero no contesta. Los clientes del lugar lo miraron con recelo, parecía ser que prácticamente todos los habitantes estaban ahí reunidos. Escuchó susurros, se percató de que lo señalaban y deseo nunca haber cedido a la sugerencia de su mujer.
Caminó hasta la única mesa que se encontraba vacía y para colmo en el centro del lugar. La camarera le llevó una cerveza antes de la ordenara.
– Aquí tienes Guilo – dijo ella.
Mario trató de presentarse y corregir su error, cuando de pronto una voz comenzó a cantar:
“Guilo, Guilo, tú eres todo un Guilo”
Mario buscó la voz entre la multitud, pero le resultó imposible porque todos y cada uno de los presentes comenzó a cantar al mismo tiempo.
“Guilo, Guilo, tú eres todo un Guilo”
Lo miraban, lo señalaban y Mario creyó por un minuto que la cabeza le explotaría. Dejó la cerveza sin darle ni un sorbo y salió disparado del lugar.
Una vez de vuelta a su habitación trató de calmarse, comenzó a reírse nervioso por asustarse de un montón de pueblerinos cantores. Se convenció a sí mismo que estaba demasiado agotado y un tanto paranoico. Necesitaba dormir y descansar, seguramente al día siguiente se daría cuenta que todo había sido un error.
Lo que Mario no sabía en ese momento era lo equivocado que estaba.
Durante los siguientes cuatro días cada persona con la que se topaba, apenas estaba lo suficientemente cerca comenzaba a cantar: “Guilo, Guilo, tú eres todo un Guilo”.
Al principio creyó oír mal, probablemente estaba más cansado de lo que creía, pero no fue así. Por las noches iba a la taberna, puesto que no había nada más que hacer, bien pudo haberse quedado en su habitación o volver corriendo como perrito asustado a su casa, pero tanto su orgullo como la voz de su mujer en su cabeza se lo impidieron.
Toda su vida se había dejado intimidar, en el colegio, en el trabajo, en todos lados. Y por primera vez no estaba dispuesto a dejarse vencer. Agarró valor de lo más profundo de su ser y se resignó a escuchar la cantaleta noche, tras noche, tras noche.
La mañana del último día de su estancia, mientras se tomaba un café bien cargado para mantéese despierto en el camino de regreso y trataba de comer los huevos con jamón que le sirvieron en la posada, Mario comenzó a sentir un inmenso alivió por que la pesadilla estaba por terminar, aunque tampoco podía ignorar ese malestar interno que le carcomía las entrañas.
– Hey, Guilo ¿todo bien? – preguntó una voz
Mario levantó la vista y se topó con una mujer de rasgos afilados, cabello rojo y rizado, de ojos amables y curiosos.
– No – respondió Mario – no esta bien. Se suponía que estas serían unas vacaciones de descanso y la he pasado fatal. La gente aquí es mala, todos me odian y …
Sus palabras se congelaron cuando fueron interrumpidas por las estruendosas carcajadas de la mujer.
– ¿Cómo sabes que te odian? – preguntó apenas logró contener la risa.
– Porque cada vez que me ven empiezan a cantar.
La mujer explotó nuevamente a carcajadas, un par de lágrimas risueñas se escaparon de sus ojos, la mujer las atrapó a la mitad de la mejilla.
– ¡Deja de reírte! – gritó Mario ofendido – Eres peor que ellos.
– Cálmate Guilo
– Y eso también, no me llamó Guilo.
La mujer se sentó frente a el sin tomarse la molestia de preguntar, ahogó la risa y lo miró a los ojos, parecía que quería decirle algo importante, Mario esperaba que al menos fuera una disculpa.
– ¿Sabes acaso que significa Guilo?
Mario se quedó petrificado ante la pregunta, negó con la cabeza sin atreverse a contestar, la mujer lo invitó a que buscara la palabra en su teléfono.
– ¿Y bien? – preguntó, toda vez que Mario seguía con los ojos clavados en el teléfono.
– Nada, no existe esa palabra.
La mujer y Mario se vieron a los ojos por un par de minutos, ella esperaba a que él reaccionara, él por su parte a que ella se dignara a explicarle. Al no ocurrir ninguna de las dos cosas, Mario finalmente le pidió la explicación.
– Verás, la gente está tan dañada internamente que piensan que todo es horrible, ¿qué te hizo pensar que Gulio era algo malo? ¿Algo ofensivo? ¿Por qué no ser algo bueno o chistoso? ¿Qué hubiera pasado si al segundo día te hubieras puesto a cantar con el resto?
– Pero es que yo no me llamo Guilo
– Nadie se llama Guilo – dijo ella aún sonriendo – Y en ese caso ¿por qué asumiste que te lo decían a ti?
Al no recibir ningún comentario por parte de Mario la mujer se acercó a él y prosiguió en voz muy muy baja, tanto que Mario tuvo que inclinarse también para escucharla.
– Te voy a contar un secreto, por aquí tenemos todo tipo de viajeros que buscan reencontrarse consigo mismos, que quieren descansar, que buscan desahogarse y un largo etcétera. Todos y cada uno de ellos son recibidos con la canción del Guilo, algunos se ofenden, otros salen corriendo, otros son como tú y tratan de ignorarlo pero en el pueblo nos damos cuenta de que sufren por una palabra que ni siquiera conocen. Incluso hubo uno que se peleó con Joe, el tabernero. Casi todos se compartan así, excepto ella.
– ¿Ella? – preguntó Mario intrigado.
– Sí, recuerdo a una mujer que vino hace varios años, yo era muy pequeña, pero su reacción fue memorable para todos en el pueblo. La mujer de la que hablo, sonrió al grupo de cantores y les agradeció. Al día siguiente ella se puso a cantar alegremente cuando cruzó las puertas de la taberna y todos le aplaudieron.
En el camino de vuelta a la capital, Mario hizo un repaso mental de los pueblerinos, la chica del desayuno, después de contarle el secreto le había pedido que antes de marcharse diera un paseo rápido por el pueblo. Mario lo hizo y se sorprendió de una nueva percepción, todos aquellos que el juraba que lo veían mal en realidad eran amables, incluso la mujer de la posada que le dio la habitación. Al parecer ese pueblo raro cambiaba según los ojos con los que miraras.
Cuando finalmente llegó a casa, Mario encontró a su mujer sentada en la sala bebiendo una taza de té. Rodeó el sillón, le dio un beso en la mejilla y luego se sentó a su lado.
– ¿Cómo te fue? – preguntó ella
– Todo bien, Guilo.
Ambos sonrieron.
– Sue FC –