Para los románticos la locura representa un amor ferviente y apasionado. Para los artistas una chispa que detona la creatividad. Para los valientes una aventura sin precedentes. Pero para los que estamos locos de verdad es una injusta enfermedad.
Seguramente te has topado con uno de nosotros, en la calle, en el metro, a la mitad de una plaza. Nos has visto hablando solos, murmurando y hasta gritando. Y apuesto que sentiste pena, lastima o incluso miedo. Te volteaste hacia otro lado, apresuraste el paso, te cambiaste de acera, fingiste hablar por teléfono o alguna otra cosa similar, pero sin duda no trataste de entendernos.
Sentiste repugnancia por nuestro aspecto desaliñado, el mal olor, la ropa cubierta de mugre, los dientes podridos y lo peor de todo: la mirada perdida. Aquella que parece que observa todo y nada al mismo tiempo, pero la verdad es que sí vemos algo, algo a lo que le tenemos miedo. Algo de lo que quisiéramos huir, que esperamos que no caiga sobre nosotros porque entonces seguiremos condenados: gritos ajenos. O mejor dicho los gritos de los cuerdos.
¿Acaso no sabías que los gritos no pueden ser contenidos, que no desaparecen por prudencia? ¡Vaya, los cuerdos sí que son ingenuos! Además, conforme la tecnología avanza y la sociedad se vuelve más y más criticona, los individuos llevan la hipocresía a otro nivel. Tienen que comportarse, fingir, callarse y aparentar ante el ojo juzgador. Les da miedo el que dirán casi tanto como a nosotros los locos nos asustan sus gritos reprimidos.
Sara, por ejemplo, es una buena mujer, madre y esposa. Renunció a su carrera para convertirse en ama de casa, según ella fue un mutuo acuerdo al que llegó con su marido cuando él lo sugirió, pero la verdad es que extraña su trabajo. Se lamenta en silencio, le cuesta dormir y desea secretamente volver a ser económicamente activa, pero no se atreve a decirlo. Si alguien le pregunta, miente y en su cabeza grita la verdad desesperada, ahogándose en la mentira.
– ¡¿Por qué no te quedas tú en casa?!
Héctor, tuvo una infancia difícil, su padre casi siempre estuvo ausente en los momentos importantes, se perdió cumpleaños y graduaciones. Llegaba tarde a casa y por lo regular lo hacia borracho, era un alcohólico pasivo la mayor parte del tiempo, pero la violencia no faltó. Golpeó una que otra vez a su mujer y a su hijo, quienes jamás se atrevieron a enfrentarlo. Toda la familia lo olvidaba al día siguiente, el padre por la resaca y los otros por cobardes. Creció odiando a su progenitor, siempre en silencio pero eso sí, cada día del padre publicaba en Facebook alguna foto improvisada con un mensaje emotivo sacado de internet: “El mejor papá del mundo”. Siempre callando sus gritos por temor al que dirán.
– ¡Mi padre es un imbécil!
Daniela, desde muy temprana edad supo que tenía gustos diferentes a los de sus amigas. Los muchachos la aburrían y se sentía más cómoda con la compañía femenina. Pero pertenecer a una familia extremadamente religiosa le impedía revelar su homosexualidad. En un par de ocasiones trató de hablar con sus padres, quienes apenas se percataban de sus intensiones, la mandaban a rezar con el propósito por ahuyentar pensamientos pecaminosos. Llegando incluso a amenazarla con enviarla a terapia de conversión para salvar su alma. Así que Daniela vivió callada, silenciando los gritos de su corazón.
– ¡Me gustan las mujeres!
Al saberse retenidos, los gritos de personas como Sara, Héctor y Daniela, escapan de los cuerpos que los encarcelan, salen ocultos entre las lágrimas de impotencia y los suspiros resignados. Elevándose por los cielos, encontrando a sus iguales vagando entre las nubes y el smog. Andan sin rumbo como almas en pena hasta que se convierten en feroces cazadores. Sus víctimas son mentes inocentes, receptivas y débiles. Los abordan cual piratas, penetrando entre sus pensamientos, haciendo de sus cerebros un nuevo hogar. Invitando a otros gritos huérfanos a instalarse. Todos ellos anidando como si fueran ratas en un basurero, mordiéndolos hasta quebrarles la cordura.
Con el paso del tiempo, las víctimas de los gritos ajenos pierden la razón, huyen de una vida que ya no entienden, que ya no es suya. Buscan entre las multitudes al destinatario del grito original, pero nunca lo encuentran. Al final se convierten en los vagabundos que los cuerdos evitan. Siempre gritando cosas sin aparente sentido a no ser que el grito fuera tuyo.
Así que si quieres ayudarnos, no te calles, no guardes pensamientos por temor al que dirán y la próxima vez que tengas la necesidad de decir lo que tu cabeza y corazón siente: ¡grita!
– Sue FC –