Sebastian amaba la noche, porque la noche es oscuridad y la oscuridad se siente bien. Lo que sus padres llamaban portarse mal, él le decía escuchar a la oscuridad. Sus intensiones eran buenas, criar a un hijo por el buen camino, con educación y respeto hacia el mundo que lo rodeaba. Pero los métodos pudieron ser mejores, los padres del futuro los considerarían bárbaros pero para el tiempo en el que se encontraba era más que aceptable.
Desde muy pequeño escuchaba voces que lo incitaba a cometer actos viles como aquella vez donde observó a su padre golpear a su perro con un periódico por haberse orinado en la cocina, lo que sus ojos no captaron fue que los golpes no iban dirigidos al animal sino al suelo con la intención de escarmentarlo, algo que le habría resultado útil cuando imitó las acciones de su progenitor días más tarde. Azotó al pobre cachorro y mientras más lo oía llorar más lo disfrutaba. Cada lamento arrojaba una chispa de excitación que apenas podía contener, por suerte para el perro, Sebastián no pudo continuar con la golpiza, un tirón de orejas y tres gritos de su madre bastaron para dejarlo petrificado ante la sorpresa. Y unos cuantos golpes en la mano con la espátula para odiar al animal.
Para alguien ajeno a esa conservadora familia, defensora de las buenas costumbres, las acciones de Sebastián eran impulsadas por la curiosidad y no por maldad. Tal y como ocurrió en la primera pijamada a la que asistió en casa de sus primos: Juan y Mónica; de 10 y 8 años respectivamente. Después de que Juan se quedó dormido, una voz proveniente de su cabeza le sugirió ir al cuarto de su prima. La encontró durmiendo a pierna suelta, sin saber la razón se metió en su cama. Fue recibido con una sonrisa a medio despertar. Entre risas y susurros jugaron a explorarse, mordiendo, besando, chupando, deseando un placer que aún no deberían conocer.
Desde esa noche y por los siguientes tres meses, él y su prima se volvieron cómplices, escondiéndose en el armario, disfrazando sus visitas con excusas de juegos. Hasta que su tía los descubrió mientras buscaba una escoba. No les explicaron el porqué, simplemente les prohibieron volver a repetirlo, ella aprendió con palabras, él después de cinco cinturonazos a manos de su padre que le dejarían marcas en la espalda por un largo tiempo.
Incontables veces trató de explicar que lo que hacía era debido a las voces que poblaban su cabeza, pero sus palabras eran recibidas como excusas y por si fuera poco, no lo suficientemente válidas para justificar los golpes que les propinaba de vez en cuando a sus compañeros, las tachuelas que colocaba en la silla de la profesora o las lagrimas de las niñas cuando levantaba su falda dejando expuesta la ropa interior color pastel.
Llegó a los 13 años sabiéndose malo, no lo decía él sino el resto de los adultos que lo rodeaban: sus padres, maestros, vecinos y parientes. Lo calificaban como “niño problema”, “mala influencia”, “manzana podrida”, “hierba mala”. Esta última fue su favorita, después de invertir todo un día en el patio trasero observando el modesto jardín, llegó a la conclusión que no habían hierbas malas solo plantas, plantas que no escogieron nacer ahí, simplemente les tocó y hacían su mejor esfuerzo por adaptarse a su entorno. Aquel pensamiento se convirtió en la semilla cuyas raíces se aferrarían entre los nervios del cerebro, regada y alentada por las voces y la oscuridad. Y que en un par de años germinaría como la hierba mala que era.
Al igual que Anakin Skywalker, abrazó su oscuridad, dejándose llevar por ella, obedeciéndola como parroquiano a su clérigo, permitiendo que marcara la pauta de sus acciones. Comenzó por devolver cada golpe recibido. Quemó todo, incluso el jardín con las preciosas y coloridas flores donde no podría volver a crecer nada salvo hierba. Los gritos de sus padres mientras la carne se les chamuscaba lo hizo sentir de tal forma que lamentó no haberlo hecho antes y mientras el sonido de las sirenas se acercaba, Sebastián huyó cubierto por el manto de la noche, perdiéndose para siempre en su eterna oscuridad.
– Sue FC –